Es un patio interior, rectangular, sobrio. De vez en cuando se deja caer un turista despistado. En el centro hay dos barras metálicas pegadas al suelo, y enfrente, la estatua de un hombre. Una noche de julio –el próximo martes se cumplirán 60 años–, un pelotón, iluminado por los faros de varios vehículos, fusiló aquí a cuatro hombres, cuatro militares que acababan de intentar lo que muy pocos en este país intentaron: asesinar a Hitler y terminar con 12 años de delirio nacionalsocialista.
No lo lograron. Adolf Hitler escapó con algunos rasguños del atentado con bomba más grave que sufrió en su carrera militar, y los conjurados –una red de más de un centenar de oficiales de la Wehrmacht, algunos diplomáticos y socialdemócratas– terminaron ejecutados. Aquel 20 de julio de 1944, en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial, ellos intentaron salvar lo que quedaba de un país ya en ruinas, en un acto de heroísmo aislado y en una Alemania que se arrastró en un proceso sanguinario de autodestrucción.
“El atentado demostró que en aquel tiempo también existió otra Alemania, buena, democrática”, decía el viernes el canciller federal, Gerhard Schröder. “Si en Alemania tenemos personas ejemplares, no hay duda de que entre ellas se cuentan estos hombres y mujeres”.
La conmemoración del 20 de julio, una fecha capital para la Alemania contemporánea, ha suscitado este año más atención que nunca. Hay decenas de libros sobre el asunto en las librerías. La prensa publica completas series sobre el atentado. Los documentales y películas de ficción que las principales cadenas de televisión pública llevan meses emitiendo han arrastrado en masa a la audiencia. Los alemanes redescubren a los héroes que tanto han faltado en una historia emborronada por el nazismo.
En el llamado Bendlerblock, sede la mando central de las Fuerzas Armadas en Berlín hasta 1945, situado en el barrio de Tiergarten, hay ahora una detallada exposición que cada año recibe 80.000 visitas.
Aquí, en un despacho que todavía existe, trabajaba el conde Claus Schenk von Stauffenberg, coronel de la Wehrmacht, en el Estado Mayor del Ejército en la reserva, manco y tuerto por heridas de guerra. Figura central en la conspiración para acabar con el tirano, él fue el encargado de colocar la bomba en el denominado Wolfschanze, el “fortín del lobo”, cuartel general de Hitler en Prusia Oriental. Aquel día se celebraba allí una reunión sobre la evolución de una guerra que Alemania –desbordada en occidente tras el desembarco en Normandía, un mes y medio antes, y en oriente por el avance imparable del Ejército Rojo– ya tenía prácticamente perdida.
“Los conjurados tenían dos objetivos –explicaba recientemente a un grupo de periodistas el historiador Johannes Tuchel, responsable del Monumento a la Resistencia Alemana, con sede en el Bendlerblock–: Uno, recuperar la primacía del derecho. Sobre la democracia existían diversos puntos de vista. Y dos, en política exterior, algunos decían que había que acabar la guerra en el este para concentrarse en el oeste”.
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Preguntas sin responder
El atentado contra Hitler plantea una cuestión recurrente en todos los debates de la Alemania contemporánea.¿Por qué los alemanes se dejaron maravillar por un demagogo de tal calibre? ¿Cómo fue capaz un país intelectualmente y técnicamente puntero en su época de propagar la destrucción en Europa y acabar con su propia aniquilación? ¿Dónde se sitúa el límite entre la obediencia y el deber? ¿Era posible resistir al nazismo?
Aunque penosamente minoritaria, hubo una resistencia alemana. Los historiadores contabilizan más de 40 intentos de atentado contra Hitler. De ellos, sin embargo, sólo dos estuvieron cerca de conseguirlo. Uno fue el 20 de julio. El otro, el 8 de noviembre de 1939, poco después de comenzar la guerra, cuando un comunista solitario, Georg Elser, colocó un explosivo en una cervecería en Munich donde el führer hizo un discurso en conmemoración del golpe de estado de 1923. Pero cuando la bomba explotó, Hitler se había marchado.
La resistencia alemana también cuenta con otros héroes, como los hermanos Sophie y Hans Scholl, unos estudiantes de Munich que repartían octavillas en contra el régimen nazi y fueron ejecutados en el invierno de 1943. Pero nunca tuvo las dimensiones de la resistencia polaca o francesa, y tampoco nunca fue mitificada en dimensiones comparables.
“Al contrario que los combatientes de la resistencia francesa, los miembros de la resistencia alemana tenían que desear la derrota de su patria”, escribe el ex canciller Helmut Kohl en las columnas del Frankfurter Allgemeine Zeitung. Y cita al historiador Golo Mann, hijo de Thomas Mann, en referencia a los ejecutados: “A ellos se les ignoró y se les olvidó dos veces. Confundidos y atolondrados, los alemanes no podía pensar en ellos en medio del caos de una guerra que se extinguía. En aquel tiempo no se cayó en la cuenta de la pérdida de sustancia humana que Alemania sufrió con la catástrofe del 20 de julio”.
El próximo martes, 60 años después, las autoridades de la Alemania reunificada, en busca de referentes comunes, de una historia en positivo, celebrarán el día en que la historia pudo cambiar de rumbo. Lo harán con el canciller Schröder a la cabeza, en el mismo patio donde Carl Schenk von Stauffenberg y sus cómplices fueron ejecutados, donde esa minoría demostró que era posible otra Alemania que aún pesa en la conciencia del país.
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